Hacía poco más de dos meses que Andrés había dejado de salir a la calle. En realidad, ya no había regresado al colegio después de las vacaciones de verano, justo cuando las cosas comenzaron a cambiar y se vio obligado a dejar de jugar al futbol, a ir al cine, a ir al parque, a dejar de ver a sus amigos con los que tanto se divertía. Andrés era un niño enormemente social, y verse a sí mismo como una especie de recluso, aunque no fuese una reflexión que un niño de su edad fuese capaz de hacer, le estaba cambiando el carácter, convirtiendo al mejor lateral derecho del barrio en un ermitaño introvertido.
A sus nueve años, Andrés, hijo único de aquella pequeña familia de dos miembros, trataba de pasar el día jugando con el teléfono de su madre. Había instalado unos cuantos juegos con los que se entretenía cuando no estaba demasiado cansado para concentrarse en una pantalla en la que las balas, los coches de carreras o los enemigos le resultaban cada día más rápidos que el anterior. Aquel simple pero efectivo entretenimiento que conseguía con los juegos del móvil era lo único que hacía que Andrés se desconectase del micro-mundo en el que vivía, siempre acompañado por su adorada madre.
Ella lo observaba día tras día, y era consciente de que todos aquellos cambios que estaban teniendo lugar en Andrés lo estaban convirtiendo en un niño diferente, algo muy alejado de lo que su hijo siempre había sido. Por desgracia, ella no tenía capacidad alguna para cambiar la situación. Como madre no podía parar de preocuparse por su hijo, tenía que asegurarse continuamente de que disponía todo lo que pudiera necesitar, de que era todo lo feliz que pudiera ser.
A pesar de todos sus esfuerzos, no podía evitar pensar que por mucho que observase a Andrés dormir plácidamente, por más tiempo que dedicase a sentarse durante horas a oscuras en la habitación de Andrés, jamás sería capaz de detener el tiempo.
Tampoco podía evitar pensar en cuanto tiempo más podría seguir haciendo la observación del amor, cuánto tiempo le quedaba para poder disfrutar de Andrés, de cuánto tiempo más dispondría para sentir que aquel cuerpecito encamado seguiría con ella. Trataba de aferrarse a Andrés con los pocos recursos que disponía: tan solo la firme determinación de hacer que los días que pasasen juntos serían lo más largos posible.
Poco antes de quedarse dormida, después de pasarse unas cuantas horas observando a Andrés dormir, su último pensamiento fue para los médicos de Andrés, quienes habían dedicado horas y horas de esfuerzo y dedicación personal a intentar buscar un remedio al cáncer de Andrés. Sus pensamientos eran una mezcla de frustración y agradecimiento muy difícil de digerir.
Poco antes de quedarse dormida no pudo alejar de su mente la esperanza de que los médicos se hubieran equivocado, y aquellas “de dos a cuatro semanas” se convirtieran primero en unos meses y luego en un montón de años.
Poco antes de quedarse dormida pensó en la profesión de Andrés, en la novia de Andrés, en la boda de Andrés e incluso en sus nietos. Aquellos pensamientos la acompañaron incluso después de caer finalmente rendida, la acompañaron mucho más allá, convirtiéndose en el dulce sueño que compartió aquella noche con ella.
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