Estaba completamente en silencio. Como todos los domingos de
buen tiempo, o al menos así lo recordaba yo; los otros dos vecinos solían pasar
la tarde paseando por el rio. Mi padre no, él prefería descansar aprovechando
que el pequeño edificio de tres plantas se quedaba completamente vacío.
En la calle no había coches, y el edificio estaba
completamente en silencio. Cuando cerré la puerta se oyó un pequeño eco. Primero
entré en la salita, al lado de la entrada, donde mis hermanos y yo hacíamos
todo tipo de trastadas y peleábamos cada poco. El sol se colaba entre las
láminas de la veneciana, y hacía brillar el polvo que se había acumulado sobre
los muebles en las últimas semanas. Una solitaria televisión me llamó a
encenderla sin entender la razón. Pulsé el botón y nada ocurrió, y recordé que había
dado de baja suministro eléctrico semanas atrás.
Pasé al salón donde celebrábamos todas las comidas de
Navidad, cumpleaños, y cualquier evento que nos diese la oportunidad de
juntarnos todos para comer, pero sobre todo para charlar… y aquellas sobremesas
que duraban hasta la hora de cenar. Al ver aquella gran mesa que se veía
aburrida después de tanto tiempo sin trabajo, me vino a la memoria el trabajo
que nos daba montar las extensiones para que mayores y niños pudiéramos comer
juntos, casi treinta en la última celebración.
Unos pequeños marcos con fotos de los 70 y los 80 que
poblaban el mueble que estaba al fondo del salón parecían ofrecerse a cualquier
mirada que pasase por allí. ME llamó la atención uno de ellos, que parecía
haber sido desempolvado hacía no mucho tiempo. Era una foto mía y de Lucía.
La cocina me resultó extrañamente vacía. Con todos sus
muebles, sí, pero sin vida, ni una sola bandeja en el mesado, ni una pieza de
fruta sobre la mesa, nada en el horno. La nevera abierta y completamente vacía
me miraba esperando que la llenase. “Hoy no te toca”, pensé, y mi mente se la
imagino llorando como un niño pequeño pidiendo que la enchufaran.
En el baño que estaba al lado de la cocina, un único cepillo
de dientes era el heredero solitario de aquel vaso lleno de cepillos de todos
los colores, con etiquetas con nombres de nietos e hilos de colores atados a la
base. Aquel único cepillo me decía que se sentía solo.
Thursday, July 14, 2016
Dust is the metaphor (II)
De repente una idea pasó por mi cabeza cuando atravesaba nuevamente
el hall dejando atrás todos aquellos años de penas y alegrías, especialmente
alegrías. De repente visualicé todo lo que me rodeaba, todo lo que formaba
parte de mi vida, todas las cosas que me acompañaron desde pequeño.
Volví a cerrar la puerta que acababa de abrir para salir de
casa por última vez, me di la vuelta y observé una vez más. El recibidor y su
espejo, cubiertos de un polvo que indicaba a cualquier recién llegado que allí
ya no había vida.
Volví a recorrer la casa rápidamente, posando la vista un
instante en cada objeto que me iba encontrando a mi paso, sin parar de caminar,
dejando que los recuerdos aflorasen solos con cada nueva mirada. El salón, las
habitaciones, la salita de juegos, los baños, la cocina… en todas partes había
cosas. El frutero vacío, la televisión apagada y desconectada, el espejo al
final del pasillo en el que hacía mucho que ya nadie se miraba, las últimas y
polvorientas ofertas del supermercado sobre el recibidor.
Y mi vista se posó sobre el costurero. Y lloré. Era
seguramente el único objeto en toda la casa que aún mantenía un hilo de vida, de
forma inexplicable. Lo abrí, y mis sospechas se confirmaron. Allí estaba todo,
las agujas de ganchillar, los hilos, los retales, los botones, el alfiletero,
un par de dedales…
No era sino una nueva paradoja del tiempo. El único objeto
que encontré con vida pertenecía a alguien que se había ido hacía ya muchos
años. Supongo que mi padre se sintió incapaz de vaciarlo o regalarlo, pues para
él era como la última conexión de mamá con la tierra.
Con la venta de la casa dábamos fin a una generación, al
menos físicamente. Papá y mamá todavía vivirían unos años más en mi cabeza y en
la de mis hermanos, y, como un recuerdo lejano, en la de mi hijo y en las de
mis sobrinos.
Todavía recordaríamos durante muchos años las vivencias y
las personas con las que compartimos nuestra infancia y una buena parte de
nuestra juventud.
Lo único que desaparecería prácticamente sin dejar recuerdo
alguno eran las cosas que nos acompañaron sin siquiera darnos cuenta durante toda
nuestra vida. Todas aquellas cosas que ahora se sentían abandonadas, llenas de
polvo.
El polvo que cubría todo no era sino la metáfora de la
soledad.
Friday, May 6, 2016
The end of the trip (I)
La miraba fijamente a los ojos, casi con obsesión. Pensaba y pensaba, recordaba. Ella no me miraba.
Su pelo se enredaba y se esparcía ligeramente por la almohada, pero no de forma sugerente como una modelo de revista, ni de manera artificial como una modelo de peluquería, ni siquiera tenía el peinado inocente de la niña que era. Sólo era su pelo, el que daba forma a su cara. Daba igual su color, daba igual la hora del día, era el pelo que definía a Sofía.
No era presumida, nunca lo había sido. Tampoco era descuidada, en ese sentido sólo se podría decir de ella que le encantaba sentirse a gusto consigo misma, sólo para ella. Apenas hacía dos años que se lo había cortado y abandonado aquella melena que tanto trabajo le daba.
Respiraba cómoda y pausada, parecía descansar plácidamente. O al menos era lo que yo percibía, y eso generaba una sensación de sosiego en mi interior. Seguía teniendo los ojos cerrados.
Me acerqué a Sofía un poco más, quería oírla respirar, sentirme más cerca de ella. Lo que en realidad quería era fundirme con ella, alcanzar ese tópico literario en el que ambos nos convertimos en un único ser.
Mis ojos la observaban a pocos centímetros, y lo que veían era paz, tranquilidad.
Mi mente voló hacia otros recuerdos. El viaje a Polonia, los tours por algunas capitales del telón o los recorridos en moto por la alocada Marraquech fueron algunos de los flashbacks que pasaron lentamente por mi cabeza. Cerré los ojos y nos vi juntos tomando el sol en una playa en alguna isla del pacífico. Comenzaba a esbozar una sonrisa inconsciente cuando un nuevo recuerdo sustituyó a todos los anteriores. Ahora nos veía discutiendo la preparación de algún viaje, y dándole la razón a ella. Le encantaba viajar, y siempre tenía en la cabeza una idea pendiente de realizar, pero el destino nunca era la playa o un resort de vacaciones, siempre había una razón de peso para conocer la cultura de algún país extraño, del que muchas veces nos costaba hasta encontrar una guía turística.
Me acerqué un poco más e inspiré profundamente para sentir su olor. A diferencia de mí, que siempre he preferido no tener un olor propio, un perfume o un aftershave característico, a Sofía le encantaba ir siempre arreglada y especialmente perfumada.
Su pelo se enredaba y se esparcía ligeramente por la almohada, pero no de forma sugerente como una modelo de revista, ni de manera artificial como una modelo de peluquería, ni siquiera tenía el peinado inocente de la niña que era. Sólo era su pelo, el que daba forma a su cara. Daba igual su color, daba igual la hora del día, era el pelo que definía a Sofía.
No era presumida, nunca lo había sido. Tampoco era descuidada, en ese sentido sólo se podría decir de ella que le encantaba sentirse a gusto consigo misma, sólo para ella. Apenas hacía dos años que se lo había cortado y abandonado aquella melena que tanto trabajo le daba.
Respiraba cómoda y pausada, parecía descansar plácidamente. O al menos era lo que yo percibía, y eso generaba una sensación de sosiego en mi interior. Seguía teniendo los ojos cerrados.
Me acerqué a Sofía un poco más, quería oírla respirar, sentirme más cerca de ella. Lo que en realidad quería era fundirme con ella, alcanzar ese tópico literario en el que ambos nos convertimos en un único ser.
Mis ojos la observaban a pocos centímetros, y lo que veían era paz, tranquilidad.
Mi mente voló hacia otros recuerdos. El viaje a Polonia, los tours por algunas capitales del telón o los recorridos en moto por la alocada Marraquech fueron algunos de los flashbacks que pasaron lentamente por mi cabeza. Cerré los ojos y nos vi juntos tomando el sol en una playa en alguna isla del pacífico. Comenzaba a esbozar una sonrisa inconsciente cuando un nuevo recuerdo sustituyó a todos los anteriores. Ahora nos veía discutiendo la preparación de algún viaje, y dándole la razón a ella. Le encantaba viajar, y siempre tenía en la cabeza una idea pendiente de realizar, pero el destino nunca era la playa o un resort de vacaciones, siempre había una razón de peso para conocer la cultura de algún país extraño, del que muchas veces nos costaba hasta encontrar una guía turística.
Me acerqué un poco más e inspiré profundamente para sentir su olor. A diferencia de mí, que siempre he preferido no tener un olor propio, un perfume o un aftershave característico, a Sofía le encantaba ir siempre arreglada y especialmente perfumada.
The end of the trip (II)
No quedaba nada de Sofía, al menos no en aquel momento. Hacía semanas que no se perfumaba. Noté una sensación de vacío al no poder reconocer algún olor. Era como si un pedacito de Sofía ya no estuviese allí.
La primera vez que la vi su pelo era largo y oscuro, muy oscuro. Su pelo era tan negro que a veces se apreciaban unos tonos azules, y mucha gente le preguntaba por las mechas o el tinte, a lo que ella siempre respondía orgullosa reivindicando su autenticidad. Hacía apenas dos años que el pelo había empezado a caerle. No era calvicie, Sofía no tenía más que 36 años. Hacía sólo dos años que había comenzado el tratamiento.
Ella no me miraba, solo descansaba. Me había pasado las últimas cuatro horas observándola, disfrutando al verla dormir plácidamente. Los últimos días habían sido un auténtico martirio. Yo ya estaba mentalmente muy agotado, verla sufrir me superaba, y me costaba aparentar calma o mantener la compostura.
Al igual que ocurría con la planificación de los otros viajes que ella realizaba minuciosamente, Sofía veía aquello como el inicio del viaje. Para mí no había duda, y aunque no hablábamos mucho sobre eso, yo sabía que el viaje acababa allí. Las personas a menudo percibimos la vida de formas muy diferentes, pero en esencia solo hay dos formas de verlo. Los hay que creen que están “en tránsito”, como los aviones que te llevan a tu destino, mientras otros, como yo, con un sentido más pragmático de la vida, solo asumimos la vida como una mera circunstancia temporal.
Abrió los ojos de repente. Me asusté. Los abrió de golpe, no como el despertar de una buena siesta.
En circunstancias normales le sonreiría y le diría un sincero “buenos días, amor”, pero en aquel preciso instante no me salió. Me asusté. Mis ojos también se abrieron como ayudándome a abarcar toda la escena.
Espiró aire lentamente mientras cerraba poco a poco los ojos, y un incómodo pitido informó al mundo de que Sofía ya no estaba. Para ella, había empezado la segunda parte del viaje.
Aquella última y fría mirada sólo me decía que el resto de mi viaje tendría que hacerlo sin Sofía.
La primera vez que la vi su pelo era largo y oscuro, muy oscuro. Su pelo era tan negro que a veces se apreciaban unos tonos azules, y mucha gente le preguntaba por las mechas o el tinte, a lo que ella siempre respondía orgullosa reivindicando su autenticidad. Hacía apenas dos años que el pelo había empezado a caerle. No era calvicie, Sofía no tenía más que 36 años. Hacía sólo dos años que había comenzado el tratamiento.
Ella no me miraba, solo descansaba. Me había pasado las últimas cuatro horas observándola, disfrutando al verla dormir plácidamente. Los últimos días habían sido un auténtico martirio. Yo ya estaba mentalmente muy agotado, verla sufrir me superaba, y me costaba aparentar calma o mantener la compostura.
Al igual que ocurría con la planificación de los otros viajes que ella realizaba minuciosamente, Sofía veía aquello como el inicio del viaje. Para mí no había duda, y aunque no hablábamos mucho sobre eso, yo sabía que el viaje acababa allí. Las personas a menudo percibimos la vida de formas muy diferentes, pero en esencia solo hay dos formas de verlo. Los hay que creen que están “en tránsito”, como los aviones que te llevan a tu destino, mientras otros, como yo, con un sentido más pragmático de la vida, solo asumimos la vida como una mera circunstancia temporal.
Abrió los ojos de repente. Me asusté. Los abrió de golpe, no como el despertar de una buena siesta.
En circunstancias normales le sonreiría y le diría un sincero “buenos días, amor”, pero en aquel preciso instante no me salió. Me asusté. Mis ojos también se abrieron como ayudándome a abarcar toda la escena.
Espiró aire lentamente mientras cerraba poco a poco los ojos, y un incómodo pitido informó al mundo de que Sofía ya no estaba. Para ella, había empezado la segunda parte del viaje.
Aquella última y fría mirada sólo me decía que el resto de mi viaje tendría que hacerlo sin Sofía.
Subscribe to:
Comments (Atom)