La miraba fijamente a los ojos, casi con obsesión. Pensaba y pensaba, recordaba. Ella no me miraba.
Su pelo se enredaba y se esparcía ligeramente por la almohada, pero no de forma sugerente como una modelo de revista, ni de manera artificial como una modelo de peluquería, ni siquiera tenía el peinado inocente de la niña que era. Sólo era su pelo, el que daba forma a su cara. Daba igual su color, daba igual la hora del día, era el pelo que definía a Sofía.
No era presumida, nunca lo había sido. Tampoco era descuidada, en ese sentido sólo se podría decir de ella que le encantaba sentirse a gusto consigo misma, sólo para ella. Apenas hacía dos años que se lo había cortado y abandonado aquella melena que tanto trabajo le daba.
Respiraba cómoda y pausada, parecía descansar plácidamente. O al menos era lo que yo percibía, y eso generaba una sensación de sosiego en mi interior. Seguía teniendo los ojos cerrados.
Me acerqué a Sofía un poco más, quería oírla respirar, sentirme más cerca de ella. Lo que en realidad quería era fundirme con ella, alcanzar ese tópico literario en el que ambos nos convertimos en un único ser.
Mis ojos la observaban a pocos centímetros, y lo que veían era paz, tranquilidad.
Mi mente voló hacia otros recuerdos. El viaje a Polonia, los tours por algunas capitales del telón o los recorridos en moto por la alocada Marraquech fueron algunos de los flashbacks que pasaron lentamente por mi cabeza. Cerré los ojos y nos vi juntos tomando el sol en una playa en alguna isla del pacífico. Comenzaba a esbozar una sonrisa inconsciente cuando un nuevo recuerdo sustituyó a todos los anteriores. Ahora nos veía discutiendo la preparación de algún viaje, y dándole la razón a ella. Le encantaba viajar, y siempre tenía en la cabeza una idea pendiente de realizar, pero el destino nunca era la playa o un resort de vacaciones, siempre había una razón de peso para conocer la cultura de algún país extraño, del que muchas veces nos costaba hasta encontrar una guía turística.
Me acerqué un poco más e inspiré profundamente para sentir su olor. A diferencia de mí, que siempre he preferido no tener un olor propio, un perfume o un aftershave característico, a Sofía le encantaba ir siempre arreglada y especialmente perfumada.
Friday, May 6, 2016
The end of the trip (II)
No quedaba nada de Sofía, al menos no en aquel momento. Hacía semanas que no se perfumaba. Noté una sensación de vacío al no poder reconocer algún olor. Era como si un pedacito de Sofía ya no estuviese allí.
La primera vez que la vi su pelo era largo y oscuro, muy oscuro. Su pelo era tan negro que a veces se apreciaban unos tonos azules, y mucha gente le preguntaba por las mechas o el tinte, a lo que ella siempre respondía orgullosa reivindicando su autenticidad. Hacía apenas dos años que el pelo había empezado a caerle. No era calvicie, Sofía no tenía más que 36 años. Hacía sólo dos años que había comenzado el tratamiento.
Ella no me miraba, solo descansaba. Me había pasado las últimas cuatro horas observándola, disfrutando al verla dormir plácidamente. Los últimos días habían sido un auténtico martirio. Yo ya estaba mentalmente muy agotado, verla sufrir me superaba, y me costaba aparentar calma o mantener la compostura.
Al igual que ocurría con la planificación de los otros viajes que ella realizaba minuciosamente, Sofía veía aquello como el inicio del viaje. Para mí no había duda, y aunque no hablábamos mucho sobre eso, yo sabía que el viaje acababa allí. Las personas a menudo percibimos la vida de formas muy diferentes, pero en esencia solo hay dos formas de verlo. Los hay que creen que están “en tránsito”, como los aviones que te llevan a tu destino, mientras otros, como yo, con un sentido más pragmático de la vida, solo asumimos la vida como una mera circunstancia temporal.
Abrió los ojos de repente. Me asusté. Los abrió de golpe, no como el despertar de una buena siesta.
En circunstancias normales le sonreiría y le diría un sincero “buenos días, amor”, pero en aquel preciso instante no me salió. Me asusté. Mis ojos también se abrieron como ayudándome a abarcar toda la escena.
Espiró aire lentamente mientras cerraba poco a poco los ojos, y un incómodo pitido informó al mundo de que Sofía ya no estaba. Para ella, había empezado la segunda parte del viaje.
Aquella última y fría mirada sólo me decía que el resto de mi viaje tendría que hacerlo sin Sofía.
La primera vez que la vi su pelo era largo y oscuro, muy oscuro. Su pelo era tan negro que a veces se apreciaban unos tonos azules, y mucha gente le preguntaba por las mechas o el tinte, a lo que ella siempre respondía orgullosa reivindicando su autenticidad. Hacía apenas dos años que el pelo había empezado a caerle. No era calvicie, Sofía no tenía más que 36 años. Hacía sólo dos años que había comenzado el tratamiento.
Ella no me miraba, solo descansaba. Me había pasado las últimas cuatro horas observándola, disfrutando al verla dormir plácidamente. Los últimos días habían sido un auténtico martirio. Yo ya estaba mentalmente muy agotado, verla sufrir me superaba, y me costaba aparentar calma o mantener la compostura.
Al igual que ocurría con la planificación de los otros viajes que ella realizaba minuciosamente, Sofía veía aquello como el inicio del viaje. Para mí no había duda, y aunque no hablábamos mucho sobre eso, yo sabía que el viaje acababa allí. Las personas a menudo percibimos la vida de formas muy diferentes, pero en esencia solo hay dos formas de verlo. Los hay que creen que están “en tránsito”, como los aviones que te llevan a tu destino, mientras otros, como yo, con un sentido más pragmático de la vida, solo asumimos la vida como una mera circunstancia temporal.
Abrió los ojos de repente. Me asusté. Los abrió de golpe, no como el despertar de una buena siesta.
En circunstancias normales le sonreiría y le diría un sincero “buenos días, amor”, pero en aquel preciso instante no me salió. Me asusté. Mis ojos también se abrieron como ayudándome a abarcar toda la escena.
Espiró aire lentamente mientras cerraba poco a poco los ojos, y un incómodo pitido informó al mundo de que Sofía ya no estaba. Para ella, había empezado la segunda parte del viaje.
Aquella última y fría mirada sólo me decía que el resto de mi viaje tendría que hacerlo sin Sofía.
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