Solo teníamos que despedirnos. Era un mero trámite después de unos días de vacaciones juntos. Hacía un par de meses que no nos veíamos, y aunque manteníamos contacto por distintas vías (teléfono, correo electrónico, mensajes), el contacto físico crea un vínculo difícil de igualar; imposible, en realidad, para la mayoría de las personas.
“Hasta luego, nos vemos en Navidad”, dijo una. “Ale, que en menos de dos meses ya vas por allá. Besitos”, añadió otra. “Bueno, pues que vaya todo bien”, dijo otra.
“Sí, las vacaciones de Navidad están ahí, a la vuelta de la esquina”, dijo Anna. No sonó nada convincente, y sus labios se tensaron, dando la sensación de estar apretando los dientes. Sus labios se tensaron, dando la sensación de estar ocultando algo, dejando claro que lo que oíamos y lo que veíamos no podía concordar. Nos intercambiamos besos y abrazos de despedida.
Me di la vuelta y empecé a caminar, con mi trolley, intentando zanjar de raíz lo que parecía que iba a convertirse en algo doloroso. Anna y Joseph debían caminar hacia un lado de Old Compton, el resto debíamos caminar en sentido contrario. Di un par de pasos mientras escuchaba los últimos hastaluegos y buenviajes. Como me pareció que no me seguían dejé de caminar, me volví y la vi llorando.
La observé menos de dos segundos, noté como mis ojos se vidriaban, y me obligué a no dejar escapar ni una sola lágrima. Me di la vuelta y seguí caminando. Esta vez sí, el resto me siguieron. Supongo que vieron que no tenía sentido alargar más aquella despedida y decidieron ponerle fin.
Caminamos durante media hora hasta llegar al autobús, todos en silencio, cada uno con su equipaje. Podía escuchar el pensamiento de cada una de ellas, pero eso no me distraía. El semblante triste de Anna, sus lágrimas empezando a caer por su cara, y la tristeza que transmitía aquella mirada perdida volvían una y otra vez a mi mente.
Pasaron varias horas hasta que me quedé solo por primera vez, después de varios días en Londres, reunido con la familia. Pocas veces coincidíamos todos, así que un viaje familiar para visitar a Anna era una buena excusa.
Cuatro días en familia unen mucho. A pesar de lo complicado que es viajar en grupo, las ganas de disfrutar de la familia hacen que minores los inconvenientes.
Ahora estaba sólo, conduciendo hacia casa, cerca ya de la una de la mañana, cansado después de varias horas de viaje entre autobús y avión. La tristeza de Anna se me apareció una vez más, y fue entonces, en la soledad de la autopista cuando pude dejar volar mi imaginación, y mis recuerdos fluyeron por sí solos.
Monday, October 29, 2012
Anna is dead (II).
Mis primeros pensamientos los dediqué a la conveniencia de haber hecho aquel viaje. Me había sentido bastante escéptico al principio, cuando mis hermanas decidieron organizar aquella excursión familiar. No tenía claro cuál iba a ser el resultado de aquella estresante experiencia. Ganas de ver a la familia junta por una parte, miedo de tanta intimidad durante interminables jornadas de turisteo por otra.
Recordé la excitación de la organización del viaje. Buscar vuelos, coordinar los horarios y las vacaciones de todos. Buscar un hotel o un apartamento en el que quedarse. Y finalmente organizar la ruta. Un poco de Big Ben, algo de London Bridge, y mucho de Harrods y de Portobello.
Y como no, alguna pinta, un vino en Covent Garden, comidas y cenas apetecibles, y algo de vida nocturna. Todo fue bien. Todo fue bien hasta el último momento, hasta la hora de despedirse.
Anna nació cuando yo tenía 14 años. Estudiante de secundaria, más preocupado por destacar en la pandilla que por fomentar los lazos familiares, tuve una relación más bien distante con ella. Es esa época de la vida en que por fin tienes la sensación de que empiezas a ser adulto. Al principio es como si después de 14 años alguien se hubiese dejado la puerta del mundo abierta y te sientes tentado a salir para ver que hay fuera, pero sólo, sin la supervisión de nadie.
Poco a poco te asomas al mundo exterior y empiezas a sentirte confiado, a pisar con más seguridad, y es cuando solemos cometer el error de pensar que no necesitamos a nadie, que el mundo está a nuestros pies.
Podría decir que los primeros años de Anna pasaron inadvertidos en mi vida. Para cuando ella tuvo 4 años, yo empezaba en la Universidad.
Los dieciocho, el paso de un entorno en el que estaba cómodo, el Instituto, a uno en el que aparte de ser dueño de mis actos, pasaba también a ser responsable de ellos. Me produjo cierto temor al principio, especialmente porque vivía fuera de casa cinco días a la semana, teniendo que organizarme con la ropa, con la comida, con la limpieza…
Prácticamente dejé de ver a Anna. Los días de entresemana fuera de casa, y los fines de semana de fiesta por las noches y durmiendo buena parte del día, empecé a ser un extranjero en mi hogar.
Después empecé a trabajar. Aún no había acabado la carrera, con lo que los fines de semana eran para la fiesta, para dormir, para estudiar y para descansar.
Para entonces ya casi no pisaba el hogar familiar, así que Anna seguía creciendo lejos de mi vista. Cuando acabé la carrera ya tenía 11 años. No me daba cuenta de cómo cambiaban las cosas en mi familia, centrado únicamente en mi vida.
Anna acabó primaria, y secundaria, y empezó su carrera en la Universidad, lejos de su hogar. Empezamos a vernos exclusivamente en eventos familiares, Navidad, cumpleaños, carnavales, algún fin de semana de verano.
Y después se fue de España, a terminar la carrera. Y luego volvió, y se fue de Galicia, a trabajar. Y luego volvió, y se fue a Londres, a trabajar.
Un niño, con sus instintos primarios y su visión sencilla y reducida de la vida crece y se convierte en otra persona. La forma en la que nos adaptamos a una nueva percepción del mundo es la forma en la que nace un adulto.
Es claro. De todas las personas que hemos conocido desde que eran pequeñas guardamos dos recuerdos. Primero el que tenemos en el día a día con todo aquello que sabemos de esa persona adulta. Y después el recuerdo formado por todo que aún no hemos olvidado de cuando era un niño.
Cuando nace un adulto se muere un niño.
El día que vi a Anna llorar con aquella tristeza de adulto me di cuenta de que hasta entonces aún no la había visto morir. Y fue entonces cuando me di cuenta de que sólo tenía un recuerdo en mi cabeza acerca de Anna.
Es como si la Anna-adulta fuese una compañera de trabajo, sin pasado, sin niñez. Es como si la Anna-niña hubiese nacido muerta.
Recordé la excitación de la organización del viaje. Buscar vuelos, coordinar los horarios y las vacaciones de todos. Buscar un hotel o un apartamento en el que quedarse. Y finalmente organizar la ruta. Un poco de Big Ben, algo de London Bridge, y mucho de Harrods y de Portobello.
Y como no, alguna pinta, un vino en Covent Garden, comidas y cenas apetecibles, y algo de vida nocturna. Todo fue bien. Todo fue bien hasta el último momento, hasta la hora de despedirse.
Anna nació cuando yo tenía 14 años. Estudiante de secundaria, más preocupado por destacar en la pandilla que por fomentar los lazos familiares, tuve una relación más bien distante con ella. Es esa época de la vida en que por fin tienes la sensación de que empiezas a ser adulto. Al principio es como si después de 14 años alguien se hubiese dejado la puerta del mundo abierta y te sientes tentado a salir para ver que hay fuera, pero sólo, sin la supervisión de nadie.
Poco a poco te asomas al mundo exterior y empiezas a sentirte confiado, a pisar con más seguridad, y es cuando solemos cometer el error de pensar que no necesitamos a nadie, que el mundo está a nuestros pies.
Podría decir que los primeros años de Anna pasaron inadvertidos en mi vida. Para cuando ella tuvo 4 años, yo empezaba en la Universidad.
Los dieciocho, el paso de un entorno en el que estaba cómodo, el Instituto, a uno en el que aparte de ser dueño de mis actos, pasaba también a ser responsable de ellos. Me produjo cierto temor al principio, especialmente porque vivía fuera de casa cinco días a la semana, teniendo que organizarme con la ropa, con la comida, con la limpieza…
Prácticamente dejé de ver a Anna. Los días de entresemana fuera de casa, y los fines de semana de fiesta por las noches y durmiendo buena parte del día, empecé a ser un extranjero en mi hogar.
Después empecé a trabajar. Aún no había acabado la carrera, con lo que los fines de semana eran para la fiesta, para dormir, para estudiar y para descansar.
Para entonces ya casi no pisaba el hogar familiar, así que Anna seguía creciendo lejos de mi vista. Cuando acabé la carrera ya tenía 11 años. No me daba cuenta de cómo cambiaban las cosas en mi familia, centrado únicamente en mi vida.
Anna acabó primaria, y secundaria, y empezó su carrera en la Universidad, lejos de su hogar. Empezamos a vernos exclusivamente en eventos familiares, Navidad, cumpleaños, carnavales, algún fin de semana de verano.
Y después se fue de España, a terminar la carrera. Y luego volvió, y se fue de Galicia, a trabajar. Y luego volvió, y se fue a Londres, a trabajar.
Un niño, con sus instintos primarios y su visión sencilla y reducida de la vida crece y se convierte en otra persona. La forma en la que nos adaptamos a una nueva percepción del mundo es la forma en la que nace un adulto.
Es claro. De todas las personas que hemos conocido desde que eran pequeñas guardamos dos recuerdos. Primero el que tenemos en el día a día con todo aquello que sabemos de esa persona adulta. Y después el recuerdo formado por todo que aún no hemos olvidado de cuando era un niño.
Cuando nace un adulto se muere un niño.
El día que vi a Anna llorar con aquella tristeza de adulto me di cuenta de que hasta entonces aún no la había visto morir. Y fue entonces cuando me di cuenta de que sólo tenía un recuerdo en mi cabeza acerca de Anna.
Es como si la Anna-adulta fuese una compañera de trabajo, sin pasado, sin niñez. Es como si la Anna-niña hubiese nacido muerta.
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