El reloj de la mesilla de noche marcaba las tres y veinte de la madrugada. Ángela no podía dormir. A menudo se acostaba sin sueño y dedicaba las horas a pensar sobre su vida, a organizar el día, o a recapacitar sobre lo que había leído en la prensa o escuchado en la radio.
Nunca bajaba la persiana del todo, y siempre entraba algún resquicio de luz que luego se filtraba entre las cortinas. Su habitación nunca estaba completamente oscura, siempre había una mínima penumbra para los insomnes. Ángela, muy cuidadosa con el tema de la iluminación nocturna de la habitación, a menudo definía aquella penumbra como esa luz que no te permite encontrar nada cuando te despiertas, pero que te deja ver todo con claridad cuando te estás quedando dormida.
A su lado, su marido dormía plácidamente, de costado, como ella, confrontados.
Ángela estaba completamente despejada, con los ojos abiertos, observando cada uno de los rasgos característicos de la cara de Antonio. En las horas de vigilia nocturna la mente de Ángela viajaba de lo más mundano, como pensar en la comida o en el trabajo, a lo más internamente sentimental, como el grado de felicidad que ella pensaba que había alcanzado.
Las noches de insomnio eran prácticamente iguales en la estructura de sus pensamientos, pero muy diferentes en cuanto a sus contenidos. En el momento de acostarse solía centrar su mente en los problemas a los que tendría que enfrentarse al día siguiente, pero minutos más tarde ya había cambiado completamente el rumbo de sus pensamientos y podía pasar a recordar una caricia de Antonio al despertarse el domingo por la mañana, o una mirada cómplice que él le había entregado el martes pasado cuando se despidieron en la estación de metro.
Cuando tenía ocasión de tomar un café y charlar con sus únicas amigas, Anne y Araceli, éstas a menudo le recordaban que era una persona demasiado introvertida y meditativa, y que dedicaba demasiado tiempo a pensar y poco tiempo a vivir.
Curiosamente, ella se veía identificada en esa forma de comportarse, pero no lo interpretaba en absoluto como sus amigas. Ella sentía que el hecho de dedicar tanto tiempo a pensar, a recordar o a imaginar le permitía disfrutar la vida mucho más que a cualquier otra persona. Ángela estaba convencida de que recordar cada momento hacía que se reviviese, y se sentía orgullosa y feliz de poder disponer de las horas muertas de la noche para revivir sus mejores recuerdos.
Aquella noche recordó la cena que ella y Antonio habían tenido el lunes con Anne y Araceli. Recordó lo complaciente que Antonio se había mostrado al acceder a cenar con ellas, aún a sabiendas de que una "cena de chicas" podría llegar a ser un poco pesada.
Recordaba el beso de Antonio al salir de casa en dirección al restaurante y sus labios sonrieron de forma inconsciente con el recuerdo placentero y cariñoso que le había causado el beso cuando un destello iluminó el techo de la habitación. No era la luz de un coche de las que solía colarse entre los pliegues de la cortina. Era el reflejo de algo que estaba dentro de la habitación.
El rayo de luz provenía de la zona de la entrada de la habitación, donde estaba el galán, cerca de los pies de la cama. Ángela, que observaba los labios de su marido mientras recordaba el beso, levantó ligeramente la cabeza y desvió la mirada hacia la puerta. Con el mismo sosiego con el que repasaba sus recuerdos, revisó la habitación con la mirada en busca del origen del reflejo, y finalmente llegó a la conclusión de que la luz de algún coche había iluminado la R plateada del maletín de Antonio y había causado el destello en el techo.
El beso se desvaneció y su mente voló hacia una de las primeras noches de trabajo en el Gaiant, un restaurante de tapeo.
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