Tuesday, September 6, 2011

The last candle (I)

El reloj de la mesilla de noche marcaba las tres y veinte de la madrugada. Ángela no podía dormir. A menudo se acostaba sin sueño y dedicaba las horas a pensar sobre su vida, a organizar el día, o a recapacitar sobre lo que había leído en la prensa o escuchado en la radio.


Nunca bajaba la persiana del todo, y siempre entraba algún resquicio de luz que luego se filtraba entre las cortinas. Su habitación nunca estaba completamente oscura, siempre había una mínima penumbra para los insomnes. Ángela, muy cuidadosa con el tema de la iluminación nocturna de la habitación, a menudo definía aquella penumbra como esa luz que no te permite encontrar nada cuando te despiertas, pero que te deja ver todo con claridad cuando te estás quedando dormida.

A su lado, su marido dormía plácidamente, de costado, como ella, confrontados.

Ángela estaba completamente despejada, con los ojos abiertos, observando cada uno de los rasgos característicos de la cara de Antonio. En las horas de vigilia nocturna la mente de Ángela viajaba de lo más mundano, como pensar en la comida o en el trabajo, a lo más internamente sentimental, como el grado de felicidad que ella pensaba que había alcanzado.

Las noches de insomnio eran prácticamente iguales en la estructura de sus pensamientos, pero muy diferentes en cuanto a sus contenidos. En el momento de acostarse solía centrar su mente en los problemas a los que tendría que enfrentarse al día siguiente, pero minutos más tarde ya había cambiado completamente el rumbo de sus pensamientos y podía pasar a recordar una caricia de Antonio al despertarse el domingo por la mañana, o una mirada cómplice que él le había entregado el martes pasado cuando se despidieron en la estación de metro.

Cuando tenía ocasión de tomar un café y charlar con sus únicas amigas, Anne y Araceli, éstas a menudo le recordaban que era una persona demasiado introvertida y meditativa, y que dedicaba demasiado tiempo a pensar y poco tiempo a vivir.

Curiosamente, ella se veía identificada en esa forma de comportarse, pero no lo interpretaba en absoluto como sus amigas. Ella sentía que el hecho de dedicar tanto tiempo a pensar, a recordar o a imaginar le permitía disfrutar la vida mucho más que a cualquier otra persona. Ángela estaba convencida de que recordar cada momento hacía que se reviviese, y se sentía orgullosa y feliz de poder disponer de las horas muertas de la noche para revivir sus mejores recuerdos.

Aquella noche recordó la cena que ella y Antonio habían tenido el lunes con Anne y Araceli. Recordó lo complaciente que Antonio se había mostrado al acceder a cenar con ellas, aún a sabiendas de que una "cena de chicas" podría llegar a ser un poco pesada.

Recordaba el beso de Antonio al salir de casa en dirección al restaurante y sus labios sonrieron de forma inconsciente con el recuerdo placentero y cariñoso que le había causado el beso cuando un destello iluminó el techo de la habitación. No era la luz de un coche de las que solía colarse entre los pliegues de la cortina. Era el reflejo de algo que estaba dentro de la habitación.

El rayo de luz provenía de la zona de la entrada de la habitación, donde estaba el galán, cerca de los pies de la cama. Ángela, que observaba los labios de su marido mientras recordaba el beso, levantó ligeramente la cabeza y desvió la mirada hacia la puerta. Con el mismo sosiego con el que repasaba sus recuerdos, revisó la habitación con la mirada en busca del origen del reflejo, y finalmente llegó a la conclusión de que la luz de algún coche había iluminado la R plateada del maletín de Antonio y había causado el destello en el techo.

El beso se desvaneció y su mente voló hacia una de las primeras noches de trabajo en el Gaiant, un restaurante de tapeo.

The last candle (II)

Llevaba solamente una semana trabajando en el restaurante, intentando hacerlo lo mejor que podía dentro de su limitada experiencia, y aquella noche tuvo que cubrir el turno del compañero que solía atender la terraza, que consistía en ocho mesas en una calle peatonal bastante amplia y muy poco iluminada. La calle era en realidad el lateral de una enorme plaza cuadrada de la ciudad, flanqueada por unos enormes árboles a su alrededor.

Era una noche de temperatura agradable, sin luna, lo que dejaba en las mesas un ambiente bastante íntimo para cenar y charlar agradablemente.

Después de una noche no muy ajetreada, cerca de la una de la mañana comenzó a recoger la terraza, cuando aún quedaban dos comensales en una de las mesas. Primero las sillas, luego las mesas, y luego comenzó a retirar el servicio de la última mesa que por fin se había quedado libre.

Recogió las tazas de café, la botella de vino, las copas y finalmente levantó el candil para apagarlo y colocarlo también en la bandeja.

Justo cuando se disponía a apagar la mecha pudo observar un reflejo que provenía de la mesa. Uno de los focos que iluminaban la terraza unido a una pequeña ráfaga de aire había hecho brillar algo sobre el mantel blanco. Una tarjeta de visita de alguien que trabajaba en una empresa llamada Roverych había estado oculta bajo el candil. Ángela cogió la tarjeta y la guardó en el bolsillo del mandil.

Se quedó momentáneamente paralizada. Se estremeció. No supo cómo reaccionar. Alzó la mirada, se vio sola en la terraza y decidió terminar de recoger lo antes posible. A pesar del cansancio del trabajo, su cuerpo se tensionó, su cabeza empezó a dar vueltas y a saltar de un pensamiento a otro, a la vez que intentaba calmarse y terminar de recoger la terraza. Estaba deseando terminar lo antes posible y marcharse a casa. Necesitaba estar sola, relajarse y, especialmente, dormir.

Así que, como si alguien la estuviese persiguiendo, se fue al interior del restaurante a toda prisa a vaciar la bandeja para volver a la terraza, recoger el resto del mobiliario y marcharse a casa.

Su sorpresa fue mayúscula cuando al volver a salir a la terraza encontró un nuevo cliente sentado en la única mesa que quedaba por recoger. No se amilanó, y decidida, pero con su buen talante, se encaminó hacia la mesa para informar al cliente de que el restaurante estaba cerrado. Pero no llegó a pronunciar ni la primera palabra, se quedó completamente en silencio. El cliente, sentado en la silla algo separado de la mesa, la observaba fijamente. Parecía algo nervioso.

Con los ojos completamente abiertos, la mirada de Ángela dibujó una infinita pared blanca en su mente, y así permaneció durante unas milésimas de segundo, hasta que el silenció se rompió.

-No he sido capaz de olvidarte. No he tenido valor para pedirte perdón. Lo único que he conseguido es reunir fuerzas para decidirme a volver a Madrid. Me ha costado mucho encontrarte.
-Solo ha sido un largo paréntesis.

Se abrazaron con las ganas del que desea volver a sentir la cercanía de un hijo perdido y recuperado. Sólo un intenso abrazo, como el de un amigo reencontrado, como el de una pareja rota.

Se habían separado por simples motivos de la vida real cuando él se fue a estudiar fuera y ella tuvo que empezar a trabajar para ayudar a su madre con la casa. La distancia se encargó del resto. Ángela nunca superó perder el contacto sin explicación alguna. Antonio nunca fue capaz de pedir perdón por desaparecer en silencio, y seguramente tardó años en darse cuenta de que necesitaba hacerlo.

Ángela lloraba emocionada. En realidad no sabía cuánto necesitaba a Antonio hasta que lo vio y lo escuchó hablar después de tanto tiempo. Antonio experimentó una paz interior como no había sentido nunca. Sólo unos segundos de contacto y Ángela sintió que Antonio nunca se había ido. Sólo un abrazo íntimo y Antonio encontró en Ángela la paz que había perdido once años atrás.

Ángela se sintió feliz. Estaba verdaderamente emocionada, allí, en la tranquilidad del hogar. Volvió a mirar a Antonio y sonrió recordando el reencuentro que la volvió a la vida. En la penumbra de la habitación dejó escapar su mirada más al fondo, hacia la cuna, y se concentró para escuchar la respiración de Abel.