El fatal corro médico no se quiso inmiscuir en la vida de Amelia, no era costumbre entre el personal de la residencia dar consejos o consolar a pacientes o interesados.
Amelia se quedó sola, y se sintió verdaderamente sola ante aquella situación que por momentos le pareció repetirse terrible y periódicamente. Lágrimas sin llanto brotaron de sus ojos, y Amelia, apoyada contra la pared de la habitación de Andrés, no se atrevía a entrar, pensaba que no tenía el valor suficiente.
Por una parte no esperaba encontrar nada nuevo dentro de la habitación, y eso la tranquilizaba ligeramente. Pero por otra, algo había cambiado en su interior, y para ella todo era ya distinto. De poco importaba que su visita diaria iba a ser exactamente igual a la de los días previos. Nada importaba que su charla diaria con Andrés fuese un nuevo monólogo. Amelia sabía que, posiblemente, fuese el último monólogo.
No había tiempo para más, ni un traslado, ni un despertar para un último adiós. Sólo quizá un frío último beso, una carícia inerte en el brazo o en la cara. Sólo quizá un último simulado apretón de manos, donde Amelia sujetaría con fuerza la mano de Andrés.
Finalmente dejó de llorar y entró en la habitación. Allí estaba Andrés, inmóvil, tan solo con un suero en su brazo derecho, ni respirador ni nigún tipo de tubo en su boca o su nariz, como aparentando estar padeciendo una ligera anemia o algun tipo de afección que se pudiese curar con algún milagroso líquido inyectado en vena.
La realidad era bien distitna. Seguramente Andrés no era consciente, o por lo menos no había dado señales de serlo en los últimos cuatro días, pero Amelia sabía perfectamente que en unas horas Andrés dejaría de ser lo que es. Este pensamiento volvió a su mente y, de pie, al lado de la cama de Andrés, comenzó a llorar de nuevo; una vez más, un llanto frío, solitario y silencioso.
El amor que Amelia sentía por Andrés era demasiado intenso, casi irreal y nada acorde con su relación, hasta el punto de que Amelia vivía en una constante y excesiva dependencia de Andrés para lo que se suponía que debía ser su vida cotidiana. Amelia se sentía demasiado a menudo la cuidadora de Andrés, tanto que no podía hacer su propia vida por una responsabilidad autoimpuesta.
Amelia apretó el brazo izquierdo de Andrés con ambas manos, como intentando sujetar la vida que estaba a punto de irse. Se había situado al lado izquierdo de la cama, entre ésta y la ventana, al lado contrario de la botella de suero, escapando de la aparatología médica que monitorizaba la vida de Andrés.
Cerró los ojos y recordó la última vez que durmieron juntos. Recordó también algunas de las películas que fueron a ver juntos al cine. Y, como sin quererlo, le vinieron a la mente los momentos trágicos de la muerte de su madre. Abrió los ojos y sintió que necesitaba que Andrés la abrazase por última vez.
Dejó el bolso en el sofá del acompañante y se acostó, sin destaparlo, al lado de Andrés, sobre las sábanas. Con cuidado cogió su brazo derecho y lo colocó rodeándola a ella. Andrés era un hombre alto, con brazos fuertes y grandes. Amelia era por contra una mujer menuda que no llegaba a los cincuenta kilos de peso.
Una sensación de cariño imaginario se mezcló con la ternura que sintió al acariciar la mano de Andrés. En la soledad de la habitación volvió a cerrar los ojos y pensó en lo extraño de la situación. Reflexionó acerca del momento en el que se encontraban, los dos juntos en una habitación de hositpal, poco antes de que Andrés se fuera a marchar.
Depués pensó en la primera vez que ambos se vieron por primera vez en una habitación de hospital, el día que nació Amelia, el día que Andrés vio nacer a Amelia, su primera y única hija.
No comments:
Post a Comment