Wednesday, July 6, 2011

My bed is missing you (I)

Amelia caminaba lentamente por la calle Hospital. Se fijó en el cartel que mostraba el nombre de la calle cuando llegó al cruce y se quedó parada en el semáforo. Al principio le pareció una broma del destino. Luego lo pensó mejor y se dio cuenta de que era una premonición del presente.

Con cara seria, casi como si acabase de tener un gran enfado, caminaba por la calle Hospital intentando pensar en sus cosas, intentando poner al día las ideas y, sobre todo, las tareas pendientes, ya que últimamente le costaba mucho concentrarse en el trabajo o en las tareas, ocupaciones o encargos domésticos. A su estrictamente ordenado modo de ver, tenía la casa patas arriba.

Pero la seriedad de su rostro, independientemente de lo que reflejase, no se correspondía con ningún enfado. Sólo era el resultado de demasiados días de preocupaciones. Era el rostro del "no sé que va a pasar", era la cara exterior del "cuando sabré algo". Amelia, a sus ventioco años, era ahora la preocupación hecha persona.

Caminaba con paso firme hacia la residencia. No tenía prisa, no esperaba ningún cambio, pero tampoco le gustaba evitar o retrasar las situaciones más de lo necesario por incomodas que pudiesen resultar. Después de unos veinte minutos caminando llegó a la residencia, donde Andrés permanecía ingresado desde hacía cuatro días.

Entró en la residencia por la entrada de "Consultas Externas", que, a aquella hora, estaba prácticamente despoblada, muy lejos de la multitud cotidiana que hacía cola para ocupar las salas de espera de los médicos de familia por las mañanas. Amelia, por desgracia, conocía demasiado bien los pasillos y plantas de la residencia. Los recordaba perfectamente de la época en la que su madre pasó encamada sus últimos días. Todavía lamenta no habrese llevado a su madre a casa. Y en los últimos días se sentía todavía peor respecto a aquella decisión que no fue capaz de tomar por la inútil recomendación del médico que trató a su madre. El doctor Barreiro recomendó a Amelia que no moviese a su madre, que todavía había un hueco para una mejoría, por pequeña que fuese.

En la planta cuarta había muy poca vida a aquellas horas. Las tres de la trade era hora de siesta, y muy pocos amigos o familiares podían acceder a las habitaciones fuera del horario de visita, que no comenzaba hasta las cinco.

Amelia salió del ascensor y se dirigió, girando a la derecha, hacia la habitación 435, la penúltima del lado derecho. El silencio era a aquella hora símbolo de paz o de preocupación. A veces, los enfermos preferían un poco de algarabía en los pasillos, algo que les distrajera de su día a día entre pasillas y sueros.

A medida que se acercaba a la habitación de Andrés podía commprobar como un pequeño corro de tres o cuatro médicos permanecían charlando en voz baja delante de una de las habitaciones del fondo. Esto hizo que Amelia empezase a preocuparse, que añadiese a su rostros triste y serio un gesto de preocupación.

A pocos metros de la habitación de Andrés, Amelia pudo comprobar que los médicos estaban delante de la habitación 435, y que uno de ellos hablaba al resto sin percibir la inminente presencia de Amelia, a quien conocían de los días anteriores.

El doctor Gómez-Herranz dejó de hablar con sus colegas para dirigirse a Amelia. Los otros tres médicos se dieron la vuelta y los cinco formaron un nuevo corro delante de la habitación de Andrés.

Amelia se temía lo peor, y no erró en sus sospechas. El doctor Gómez-Herranz le confirmó que a Andrés le quedaban pocas horas de vida.

My bed is missing you (II)

El fatal corro médico no se quiso inmiscuir en la vida de Amelia, no era costumbre entre el personal de la residencia dar consejos o consolar a pacientes o interesados.

Amelia se quedó sola, y se sintió verdaderamente sola ante aquella situación que por momentos le pareció repetirse terrible y periódicamente. Lágrimas sin llanto brotaron de sus ojos, y Amelia, apoyada contra la pared de la habitación de Andrés, no se atrevía a entrar, pensaba que no tenía el valor suficiente.

Por una parte no esperaba encontrar nada nuevo dentro de la habitación, y eso la tranquilizaba ligeramente. Pero por otra, algo había cambiado en su interior, y para ella todo era ya distinto. De poco importaba que su visita diaria iba a ser exactamente igual a la de los días previos. Nada importaba que su charla diaria con Andrés fuese un nuevo monólogo. Amelia sabía que, posiblemente, fuese el último monólogo.

No había tiempo para más, ni un traslado, ni un despertar para un último adiós. Sólo quizá un frío último beso, una carícia inerte en el brazo o en la cara. Sólo quizá un último simulado apretón de manos, donde Amelia sujetaría con fuerza la mano de Andrés.

Finalmente dejó de llorar y entró en la habitación. Allí estaba Andrés, inmóvil, tan solo con un suero en su brazo derecho, ni respirador ni nigún tipo de tubo en su boca o su nariz, como aparentando estar padeciendo una ligera anemia o algun tipo de afección que se pudiese curar con algún milagroso líquido inyectado en vena.

La realidad era bien distitna. Seguramente Andrés no era consciente, o por lo menos no había dado señales de serlo en los últimos cuatro días, pero Amelia sabía perfectamente que en unas horas Andrés dejaría de ser lo que es. Este pensamiento volvió a su mente y, de pie, al lado de la cama de Andrés, comenzó a llorar de nuevo; una vez más, un llanto frío, solitario y silencioso.

El amor que Amelia sentía por Andrés era demasiado intenso, casi irreal y nada acorde con su relación, hasta el punto de que Amelia vivía en una constante y excesiva dependencia de Andrés para lo que se suponía que debía ser su vida cotidiana. Amelia se sentía demasiado a menudo la cuidadora de Andrés, tanto que no podía hacer su propia vida por una responsabilidad autoimpuesta.

Amelia apretó el brazo izquierdo de Andrés con ambas manos, como intentando sujetar la vida que estaba a punto de irse. Se había situado al lado izquierdo de la cama, entre ésta y la ventana, al lado contrario de la botella de suero, escapando de la aparatología médica que monitorizaba la vida de Andrés.

Cerró los ojos y recordó la última vez que durmieron juntos. Recordó también algunas de las películas que fueron a ver juntos al cine. Y, como sin quererlo, le vinieron a la mente los momentos trágicos de la muerte de su madre. Abrió los ojos y sintió que necesitaba que Andrés la abrazase por última vez.

Dejó el bolso en el sofá del acompañante y se acostó, sin destaparlo, al lado de Andrés, sobre las sábanas. Con cuidado cogió su brazo derecho y lo colocó rodeándola a ella. Andrés era un hombre alto, con brazos fuertes y grandes. Amelia era por contra una mujer menuda que no llegaba a los cincuenta kilos de peso.

Una sensación de cariño imaginario se mezcló con la ternura que sintió al acariciar la mano de Andrés. En la soledad de la habitación volvió a cerrar los ojos y pensó en lo extraño de la situación. Reflexionó acerca del momento en el que se encontraban, los dos juntos en una habitación de hositpal, poco antes de que Andrés se fuera a marchar.

Depués pensó en la primera vez que ambos se vieron por primera vez en una habitación de hospital, el día que nació Amelia, el día que Andrés vio nacer a Amelia, su primera y única hija.