Amelia caminaba lentamente por la calle Hospital. Se fijó en el cartel que mostraba el nombre de la calle cuando llegó al cruce y se quedó parada en el semáforo. Al principio le pareció una broma del destino. Luego lo pensó mejor y se dio cuenta de que era una premonición del presente.
Con cara seria, casi como si acabase de tener un gran enfado, caminaba por la calle Hospital intentando pensar en sus cosas, intentando poner al día las ideas y, sobre todo, las tareas pendientes, ya que últimamente le costaba mucho concentrarse en el trabajo o en las tareas, ocupaciones o encargos domésticos. A su estrictamente ordenado modo de ver, tenía la casa patas arriba.
Pero la seriedad de su rostro, independientemente de lo que reflejase, no se correspondía con ningún enfado. Sólo era el resultado de demasiados días de preocupaciones. Era el rostro del "no sé que va a pasar", era la cara exterior del "cuando sabré algo". Amelia, a sus ventioco años, era ahora la preocupación hecha persona.
Caminaba con paso firme hacia la residencia. No tenía prisa, no esperaba ningún cambio, pero tampoco le gustaba evitar o retrasar las situaciones más de lo necesario por incomodas que pudiesen resultar. Después de unos veinte minutos caminando llegó a la residencia, donde Andrés permanecía ingresado desde hacía cuatro días.
Entró en la residencia por la entrada de "Consultas Externas", que, a aquella hora, estaba prácticamente despoblada, muy lejos de la multitud cotidiana que hacía cola para ocupar las salas de espera de los médicos de familia por las mañanas. Amelia, por desgracia, conocía demasiado bien los pasillos y plantas de la residencia. Los recordaba perfectamente de la época en la que su madre pasó encamada sus últimos días. Todavía lamenta no habrese llevado a su madre a casa. Y en los últimos días se sentía todavía peor respecto a aquella decisión que no fue capaz de tomar por la inútil recomendación del médico que trató a su madre. El doctor Barreiro recomendó a Amelia que no moviese a su madre, que todavía había un hueco para una mejoría, por pequeña que fuese.
En la planta cuarta había muy poca vida a aquellas horas. Las tres de la trade era hora de siesta, y muy pocos amigos o familiares podían acceder a las habitaciones fuera del horario de visita, que no comenzaba hasta las cinco.
Amelia salió del ascensor y se dirigió, girando a la derecha, hacia la habitación 435, la penúltima del lado derecho. El silencio era a aquella hora símbolo de paz o de preocupación. A veces, los enfermos preferían un poco de algarabía en los pasillos, algo que les distrajera de su día a día entre pasillas y sueros.
A medida que se acercaba a la habitación de Andrés podía commprobar como un pequeño corro de tres o cuatro médicos permanecían charlando en voz baja delante de una de las habitaciones del fondo. Esto hizo que Amelia empezase a preocuparse, que añadiese a su rostros triste y serio un gesto de preocupación.
A pocos metros de la habitación de Andrés, Amelia pudo comprobar que los médicos estaban delante de la habitación 435, y que uno de ellos hablaba al resto sin percibir la inminente presencia de Amelia, a quien conocían de los días anteriores.
El doctor Gómez-Herranz dejó de hablar con sus colegas para dirigirse a Amelia. Los otros tres médicos se dieron la vuelta y los cinco formaron un nuevo corro delante de la habitación de Andrés.
Amelia se temía lo peor, y no erró en sus sospechas. El doctor Gómez-Herranz le confirmó que a Andrés le quedaban pocas horas de vida.
Con cara seria, casi como si acabase de tener un gran enfado, caminaba por la calle Hospital intentando pensar en sus cosas, intentando poner al día las ideas y, sobre todo, las tareas pendientes, ya que últimamente le costaba mucho concentrarse en el trabajo o en las tareas, ocupaciones o encargos domésticos. A su estrictamente ordenado modo de ver, tenía la casa patas arriba.
Pero la seriedad de su rostro, independientemente de lo que reflejase, no se correspondía con ningún enfado. Sólo era el resultado de demasiados días de preocupaciones. Era el rostro del "no sé que va a pasar", era la cara exterior del "cuando sabré algo". Amelia, a sus ventioco años, era ahora la preocupación hecha persona.
Caminaba con paso firme hacia la residencia. No tenía prisa, no esperaba ningún cambio, pero tampoco le gustaba evitar o retrasar las situaciones más de lo necesario por incomodas que pudiesen resultar. Después de unos veinte minutos caminando llegó a la residencia, donde Andrés permanecía ingresado desde hacía cuatro días.
Entró en la residencia por la entrada de "Consultas Externas", que, a aquella hora, estaba prácticamente despoblada, muy lejos de la multitud cotidiana que hacía cola para ocupar las salas de espera de los médicos de familia por las mañanas. Amelia, por desgracia, conocía demasiado bien los pasillos y plantas de la residencia. Los recordaba perfectamente de la época en la que su madre pasó encamada sus últimos días. Todavía lamenta no habrese llevado a su madre a casa. Y en los últimos días se sentía todavía peor respecto a aquella decisión que no fue capaz de tomar por la inútil recomendación del médico que trató a su madre. El doctor Barreiro recomendó a Amelia que no moviese a su madre, que todavía había un hueco para una mejoría, por pequeña que fuese.
En la planta cuarta había muy poca vida a aquellas horas. Las tres de la trade era hora de siesta, y muy pocos amigos o familiares podían acceder a las habitaciones fuera del horario de visita, que no comenzaba hasta las cinco.
Amelia salió del ascensor y se dirigió, girando a la derecha, hacia la habitación 435, la penúltima del lado derecho. El silencio era a aquella hora símbolo de paz o de preocupación. A veces, los enfermos preferían un poco de algarabía en los pasillos, algo que les distrajera de su día a día entre pasillas y sueros.
A medida que se acercaba a la habitación de Andrés podía commprobar como un pequeño corro de tres o cuatro médicos permanecían charlando en voz baja delante de una de las habitaciones del fondo. Esto hizo que Amelia empezase a preocuparse, que añadiese a su rostros triste y serio un gesto de preocupación.
A pocos metros de la habitación de Andrés, Amelia pudo comprobar que los médicos estaban delante de la habitación 435, y que uno de ellos hablaba al resto sin percibir la inminente presencia de Amelia, a quien conocían de los días anteriores.
El doctor Gómez-Herranz dejó de hablar con sus colegas para dirigirse a Amelia. Los otros tres médicos se dieron la vuelta y los cinco formaron un nuevo corro delante de la habitación de Andrés.
Amelia se temía lo peor, y no erró en sus sospechas. El doctor Gómez-Herranz le confirmó que a Andrés le quedaban pocas horas de vida.